Hay días en que no es fácil salir adelante. Los recuerdos te atrapan y te devoran haciéndote parte de su carne. Entonces, te instalas en el pasado y permaneces allí como en la celda de una cárcel cuya puerta fue cerrada en cuanto surgió el presente. A menos que te des cuenta de que el tiempo ha dado el salto necesario, sufres el riesgo de hundirte más y más en arenas movedizas.
Hoy ha ocurrido eso; me hundí hasta la garganta en el suelo fangoso. Me costó salir de mi angustia. Tan sólo un mar de lágrimas amargas me ofreció el salvoconducto. Las lágrimas, las necesarias lágrimas, el agua que ayuda a diluir el veneno que llevamos dentro, a expulsarlo como por medio de un drenaje.
No ha sido fácil, no lo está siendo, no lo será hasta que los días me ofrezcan una tregua tan amplia como una zanja que ya sea imposible saltar. Por mucho que intente engañarme, los síntomas revelan la evidencia de mi estado. Hasta ahora he ido paliando esta desazón con mis ocupaciones; a partir de ahora, libre de trabajo, mi mente me llevará adonde no quiero, pero adonde quizás sea necesario; no se puede negar lo que sucede. Pretenderlo es engañarnos a nosotros mismos. Pero no voy a rendirme ni alejarme. Aquí me quedo, aquí mismo le plantaré cara, cueste lo que cueste.
En cualquier caso, es mejor compartir lo que siento, gritarlo al aire si es preciso; el peso, distribuido, se lleva mejor.