Soy de las personas que duermen mucho y se acuerdan a menudo de lo que sueñan. Tanto es así que alguna vez me he propuesto escribir un Cuaderno de sueños, pero el impulso inicial se disipa en cuanto pienso que, nada más despertarme, tengo mil cosas por delante para hacer y, en vez de quedarme escribiendo, aun a pesar de que me cueste tanto -además- abrir los ojos, debo ponerme en marcha. Lo sé, en realidad no es una excusa, al menos podría llevarlo a cabo las mañanas de los fines de semana; quizás lo intente, entonces, aunque no sé cuándo encontraré el momento preciso. Tendrá que darse la circunstancia en que me acuerde de un sueño y al mismo tiempo tenga las ganas suficientes para escribirlo y un cuaderno y un lápiz bajo la almohada o junto a la cama. A menudo los sueños se evaporan en segundos tras el despertar, como si se esfumasen en el aire, como si abandonasen este mundo, para perderlos de vista para siempre.
Otros sueños, sin embargo, se quedan en nuestro recuerdo para siempre, quizás porque representan para nosotros algo importante. Una vez soñé que había guerra y se abrían trincheras en la calle posterior a la mía. La gente corría de un lado a otro angustiada. Yo estaba en casa tranquila y alguien llamó al timbre de la calle. Era F. que venía a buscarme mientras me lo explicaba todo. Bajé corriendo las escaleras, y allí mismo nos miramos sin decirnos nada, lo besé con agradecimiento y pasión repetidas veces; desperté completamente enamorada. Aquello representó, realmente, el comienzo de mi enamoramiento por F., quien seguramente en la vigilia, por h o por b, ya me había atrapado por su atractivo tímido, miope, musical, disperso, un poco desaliñado, que luego supe a ciencia cierta que me encantaba. Teníamos tan sólo catorce años. Y aquel sueño volvió a repetirse con variaciones a lo largo de muchos años.
Los sueños recurrentes más agradables que he tenido siempre tienen que ver con el mar o están relacionados con el agua. También hay otros en los que paseo sola por jardines de una belleza inédita o sobrevuelo, sin miedo, a baja altura, desiertos enormes.
Alguna vez, antes de un examen, he llegado, soñando, a encontrar la solución a un ejercicio de matemáticas o a un análisis sintáctico. Y qué extraño me ha parecido…
Hace años, en una época en que lo cotidiano me resultaba insoportable, en que no percibía mi vida, si acaso, más que como mera existencia -el dolor martilleando a cada segundo mi corazón y mi cabeza-, llegué casi a pensar que tras el despertar recomenzaba siempre la misma pesadilla, y entonces deseaba refugiarme en el sueño para huir de lo real. A veces la vida resulta paradójica; en ocasiones lo extraño, lo más extraño, es la vida misma. Pensaba que durmiendo, por muy crudo o triste que fuese lo que soñase, jamás podría alcanzar la angustia de la situación, de mi situación en la vigilia.
Y ahora que hace ya algún tiempo que mi mente y mi corazón se han serenado, que he encontrado alivio y satisfacción en mi vida, que me parece que alguien haya untado un bálsamo bienhechor por toda la superficie de mi cuerpo y de mi alma para dejarme descansar, llevo unos meses teniendo pesadillas casi cada noche, intensas y largas, de esas que no toleraríamos de niños sin llegar al llanto o atreviéndonos a quedarnos de nuevo dormidos. Pero me mantengo firme y las dejo hacer. Mi calma resiste a sus embates. Su aparición la interpreto como una salida necesaria, como el lastre que suelta un globo aerostático para poder volar libremente. Tanto dolor no me cabía dentro. Un dolor que produjo tanto veneno y tanta basura que no me permitían casi respirar. Reconozco el tóxico en las pesadillas como la calavera que anuncia el contenido mortal de un frasco. Y al despertar las recuerdo durante un breve instante, sin temor, justo antes de que desaparezcan en el aire y se esfumen para siempre.