Se termina el curso escolar y termina con él, de nuevo, mi trabajo hasta septiembre. Apenas me quedan ya los pocos alumnos que hacen sus exámenes finales o de recuperación en las últimas fechas lectivas de esta semana, además de los del centro social y los de la academia, que permanecen hasta final de mes. Julio y agosto supondrán un merecido descanso.
Este año se ha presentado como uno de los más duros que recuerdo. Amanecí el primero de enero en la casa barcelonesa de la chimenea con un nudo en la garganta de pena, de frustración, de rabia por lo que pudo haber sido y no fue; me refiero a un largo período que se saldó con una ruptura. Me costó levantarme de nuevo a la vida, impermeable a los rayos del sol, a las voces alegres y festivas, a los regalos y a la familia, envenenada de recuerdos… Pero el reloj seguía marcando las horas y yo debía seguir su cadencia, puesto que el tiempo no se detiene para nadie.
Descubrí la soledad, en todo lo que tiene de malo y de bueno. El trabajo supuso una tabla de salvación, tanto para concentrar mis energías en algo que creo realmente valioso y puedo hacer bien -la enseñanza-, como en el aspecto económico -el hecho de ser capaz de costeármelo todo por mí misma-. No en vano ha sido larga e intensa cada jornada. Pero ha merecido la pena, y a menudo recibo llamadas de alumnos que agradecen lo que he hecho por ellos. Les respondo que es mi deber orientar cuando uno está perdido y que la enseñanza no es cosa de uno, sino de dos, como toda correspondencia. Lo mismo que la amistad, por otra parte. Y en cuanto a ella, he reforzado los lazos con los amigos que ya tengo y añadido a mi lista interesantes y maravillosos hallazgos.
La vida puede cambiar en un instante. La última vez que miré hacia los setos que rodean los abedules del bulevar, no había la profusión de pequeñas y arracimadas flores púrpura que los adornan ahora. Hoy quiero creer que, a pesar de todo, soy al menos un poco mejor persona.