Los Reyes Magos

El aire huele de nuevo a cristal helado y a madera quemada que llega de alguna chimenea de las casas vecinas. Más que nunca se valora el calorcillo de casa y la caricia de una manta que alguien que nos quiere nos pone encima cuando nos quedamos dormidos en un sillón después de la comida. Anochece pronto, se encienden las luces en pequeñas estancias que parecen farolillos vistas desde la calle.

En las ciudades han puesto bombillas de colores que forman dibujos de estrellas, de árboles, de ángeles… el aire es tan frío que se nota cada ráfaga inspirada y las ventanillas de los autobuses se llenan de vaho tibio y humano. Los niños más pequeños pasean los domingos o las tardes de sus días de vacaciones escolares cogidos de la mano diestra de sus padres para no perderse entre el vaivén de las multitudes. Van bien vestidos y abrigados, sonríen, prueban el mazapán y el turrón por primera vez, meriendan en una chocolatería del centro de la ciudad. Son felices sin darse cuenta, duermen hasta tarde excepto la noche mágica del 5 de enero.

El 5 de enero el tiempo pasa tan lento que nadie piensa que va a llegar alguna vez el momento de ver los regalos envueltos con cariño para abrirlos junto al zapato que ha dejado uno mismo en el lugar habitual. Los niños tardan en dormirse, están nerviosos e inquietos, les duele el estómago de emoción. Por la tarde, un primo mayor les ha hablado de los Reyes Magos, les ha contado que llegan en barcos dorados a las ciudades con mar y que traen regalos para los que se hayan portado bien. Pero advierte también que nadie puede levantarse por la noche so pena de quedarse dormido bajo el poder somnífero de unos polvos mágicos traídos por ellos y fabricados a base de una resina que sólo se encuentra en Oriente y de la que sólo ellos tienen la fórmula de su elaboración. Nadie puede ver a los Reyes Magos, sólo saber que han traído regalos y que han dejado sus copas de champán medio vacías sobre la mejor mesa de la casa, la mesa de madera que se ha utilizado para las grandes cenas en familia. Pese a todo, mamá pudo vislumbrar, de niña, entre la oscuridad, la capa de una de sus majestades. Yo de pequeña bebí el champán que sobró de las copas y pensé durante algunos días que me iba a volver invisible.

Cuando atardece, los corazones comienzan a latir más fuerte de emoción. Nos abrigamos bien para ir a la cabalgata. Cogemos cien caramelos, algunos se nos caen en los bolsillos enormes de los abrigos de fieltro, donde guardamos de todo el resto de la estación, donde nos cabe un poemario querido que un amor nos ha regalado; otros nos dan en la cabeza, amortiguados por los gorros de lana. No hay tiempo que perder, hay que llegar a casa y acostarse pronto, ya están en camino, ya han llegado a la ciudad.

A la mañana siguiente nadie tiene frío, sudamos de emoción. Corremos con las mejillas coloradas a ver los tesoros envueltos en papel multicolor… y volvemos a vivir la  misma emoción cuando uno de nuestros hermanos o nuestros padres abren sus paquetes, todavía un poco soñolientos y remolones. Esa mañana desayunamos las golosinas que han  puesto para nosotros en una bolsita de organdí con una estrella bordada. Todo es nuevo, querido, recibido con ilusión. Veo que me han traído unos mitones para que no se me congelen las manos al escribir a máquina las noches frías de invierno. Alguno de los regalos llega hasta lo más recóndito del alma y no la abandonará en toda la vida. Se nos hace un nudo en la garganta al pensar que habrá que aguardar un año entero el acontecimiento mágico, pero lo deseamos con un escalofrío persistente en el corazón y con estrellas de esperanza reflejadas en ojos eternamente infantiles y sinceros.

Published in: on diciembre 21, 2008 at 12:34 am  Comments (2)  
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