La Cité Médiévale de Carcassonne se veía a lo lejos como una ensoñación, como si no fuese algo de este mundo. Pero estaba allí y allí permanece desafiando el paso del tiempo. Las pisadas sobre la piedra firme del pavimento, a medida que nos aproximábamos, desterraban de nuestras cabezas la sensación de espejismo. Antes de atravesar el puente que sortea la corriente del Aude, entramos en la capilla de Notre Dame de la Santé, del siglo XVI, donde la luz de la mañana se filtraba en vivos colores hasta caer al suelo y transformarse en una alfombra incorpórea.
Al pie de la muralla, calles tranquilas de casas bajas y apiñadas que iban ascendiendo ligeramente en espiral hasta la entrada del puente levadizo, anunciada por los destellos dorados que a cada giro, bajo el sol, producía un tiovivo antiguo. La Porte Narbonnaise, majestuosa, con una imagen de la Virgen en una hornacina central, recibe al visitante antes de que descubra la maraña de callejuelas empedradas. Hicimos un descanso para comer entre sol y sombra; bocadillo y sirope de menta. Más tarde, visita guiada al castillo y recorrido por la muralla, un pasillo estrecho que cobija la estructura interior, salpicada de bonitos patios, algunos verdaderamente caprichosos. Tejados oscuros y puntiagudos que coronan las torres, aberturas en el suelo no aptas para quien padezca vértigo, saeteras y almenas y el patio central donde a R. le dio por hacerme una entrevista sobre el lugar que, entre el viento que hacía y lo que nos reíamos, resultó casi incomprensible.
Pasamos gran parte de la tarde en un agradable jardín con adelfas y palmeras descansando y tomando refrescos.
De vuelta al hotel, ya de noche, nos detuvimos a escuchar en la calle, frente al Carpe diem, a un grupo de música que actuaba en directo.
Cansados y alegres nos fuimos a dormir. Al día siguiente nos acercaríamos al mar.