Me he venido un momento al Parque de Invierno mientras espero el comienzo de la clase siguiente. La brisa mueve las hojas nuevas de los árboles y los pájaros traspasan veloces la transparencia tibia del aire. Las hormigas escalan los peldaños enormes de una chaqueta que he dejado sobre el pequeño muro donde estoy sentada. De vez en cuando, una nube tapa el sol y hace desaparecer los contornos recientes de las sombras reflejadas en las superficies. No pienso más que en lo que está sucediendo y observo a la gente que recorre la calle, sabiendo de antemano, según el ritmo de sus pasos, adónde pueden dirigirse o de dónde vienen: ESTÁN. Otros no van a ninguna parte, pasean o permanecen en algún lugar: SON. Los que son, en general, han dejado atrás hace mucho tiempo su juventud, a pesar de la primavera. Un viejo me pregunta qué hago y me anima a continuar escribiendo en mi cuaderno. Dos señoras se lamentan por la enfermedad de alguien cercano. Los abuelos pasean bebés o perros. Muchos de los que están llevan tapados los oídos con auriculares; creo que tienen miedo de enfrentarse a la calma o al silencio, necesitan música para evitar lo que ocurre fuera o dentro de sí mismos. No saben que no es posible huir de algo que no existe («Quizás hubo silencio cuando el mundo existía sin nosotros / Quizás sólo los sordos y los muertos puedan escucharlo»).
Tan sólo quedan diez minutos para comenzar: salutations, lecture, conjugaison, chansons…